2 nov 2012

Debate | Una Europa federal, el mejor antídoto contra el estancamiento (Corriere della Sera, Milán)

Hace unas semanas estuve en Madrid, durante las manifestaciones contra el Gobierno y los enfrentamientos con la policía, cuyo alcance y violencia han sido descritos profusamente por nuestros medios de comunicación.

Me encontré por casualidad en una de las zonas “calientes” y experimenté una sensación no de miedo (pensé en motines mucho más preocupantes, como los de Trieste tras la posguerra y los de los años setenta, en las batallas callejeras de Génova en 1960 o en las manifestaciones del G8 en 2001), sino de malestar. Un malestar que se transformó poco a poco en un vago temor que me superaba, en una auténtica angustia.

Las causas de la manifestación, totalmente comprensibles (condiciones de vida cada vez más duras para cada vez más personas, crecientes dificultades para hacer frente a las exigencias fundamentales de la población como la sanidad, la asistencia social, las pensiones y el trabajo) creaban una atmósfera de tristeza y de confusión y hacían que se sintiera físicamente el peso de los días grises venideros y de la vida de miseria y de humillaciones. Todo esto contribuía a ese sentimiento de inseguridad evocado hace poco por [el filósofo de origen polaco] Zygmunt Bauman.

Esa impresión de un futuro frustrante y opaco no es la preocupación más inmediata de mi generación. El futuro no nos interesa personalmente. Nuestro universo es el presente y nos esforzamos por controlarlo, por aprovecharlo o bien por apartarlo cuando nos hace sufrir. A la gente de mi edad no le entristecen las incertidumbres y el posible rigor del mañana. La mayoría ya hemos jugado hace tiempo las cartas que nos tocaron, unas cartas que nos han dejado una buena posibilidad de salir adelante bastante bien el tiempo que nos queda. Pero aquellos que se encuentran hoy en esa etapa de la vida en la que deciden su existencia, su cualidad y su sentido, se sienten reprimidos por su exigencia de desarrollarse, de construir su propio mundo, de hacer valer su derecho a la felicidad, como proclama la Constitución estadounidense.

Entonces, la turbación se apodera del que ya no teme por sí mismo y, si fuera por él, seguiría viviendo de las reservas personales, que serían más que suficientes. Si está asustado, no es sólo porque tema por los que más le preocupan al menos tanto como él mismo, como sus hijos o sus nietos, sino porque todos somos responsables del destino de todos y porque no podemos estar contentos si estamos rodeados de tristeza. No se puede estar vivo realmente en un mundo apagado.

Ese mismo día, los diarios de Madrid hablaban de los fermentos de separatismo que se intensificaban en Cataluña, con la consiguiente involución y parálisis de la política del país entero, de ese gran país tan dinámico que es España y de Europa en general. Se respiraba en el ambiente un sentimiento de crepúsculo de Europa. Estas manifestaciones, similares a las de tantas regiones de Europa, no parecían ser la expresión de una rebelión política, de un proyecto alternativo, por discutible o inaceptable que fuera, sino de un proyecto de futuro; no ofrecía la imagen de un ejército dispuesto al ataque, sino más bien de los destacamentos en marcha para la ceremonia de la bajada de la bandera.

La Unión Europea, con sus comisiones, sus complejidades, su prudencia, sus necesidades de compromiso, sus cruces paralizantes de vetos de sus Estados miembros, sus meditaciones interminables que cada vez se parecen más al estancamiento, parecía (parece) lejana, como el emperador de la famosa novela de Kafka, cuyo mensaje decisivo está en camino, pero nunca llega. Y durante ese tiempo y alimentados por la crisis económica, se extienden los miasmas de los nacionalismos, de los particularismos, de los localismos, de las veleidades de separatismo limitadas y llenas de rencor. Una absurda agitación envuelve a cada nacionalidad, a cada etnia, porque, por supuesto, debe poder desarrollarse plenamente, debe o puede convertirse en un Estado (Suiza debería entonces dividirse en cuatro Estados, algo que los suizos no desean en absoluto), convencidas de que su repliegue hacia un separatismo rencoroso podrá resolver la crisis económica.

La única realidad posible para nosotros, la única que puede garantizar la seguridad y la estabilidad es Europa. Un Estado europeo, un Estado de verdad, federal, descentralizado, pero que tenga cohesión y una autoridad soberana, como Estados Unidos; una Europa cuyos Estados nacionales actuales se convertirían en regiones, cada una con su autonomía, pero sin derecho, por ejemplo, a vetar las decisiones políticas de un Gobierno que gobernaría de verdad y sin derecho a dotarse de leyes, y mucho menos de instituciones, contrarias a los principios de la Constitución europea. Un Estado europeo cuya autoridad se manifieste no por advertencias y amonestaciones, sino por la aplicación de una ley europea reconocida por todos.

Un auténtico Estado europeo es la única vía posible para asegurarnos un futuro digno. Actualmente, los problemas ya no son nacionales, sino que nos concierten a todos. Por ejemplo, es ridículo que cada país tenga leyes diferentes sobre inmigración, al igual que sería ridículo tener leyes distintas sobre esta materia en Bolonia y en Génova. Por otro lado, con un auténtico Estado europeo se podrían reducir gran parte de sus gastos, por ejemplo, los gastos generados por la plétora de comisiones, de instancias de representación y de instituciones parasitarias. Europa es una gran potencia en sí misma y es lamentable ver cómo a menudo se rebaja ante peleas o peor aún, ante una reunión de propietarios, cautelosa e impotente. Para estar a la altura de sí misma, para convertirse de verdad en Europa, la Unión Europea debería gobernarse con decisión y autoridad, debería renunciar a sus confusos ecumenismos y a sus temores de llamar al orden a los que pretenden mantener su casa limpia tirando la basura en el patio de vecinos. Quizás la Unión Europea no esté en posición de actuar con una firmeza inquebrantable, pero si sigue por esta vía arriesgada, su fin estará cada vez más cerca.

Por primera vez en la historia, se está intentando construir una gran comunidad política sin recurrir a la guerra. Pero el rechazo a la guerra exige una autoridad que funcione; la vacilación no es la democracia, es su muerte.

Si tenemos la impresión de que la Europa unida se está desmoronando, se está deshilachando, es natural que los que creen en ella sientan ese malestar y estén deprimidos, como esa tarde en Madrid. Como es evidente, esto no significa que haya que dejarse llevar por la melancolía. No estamos en el mundo para dejarnos llevar por nuestros estados de ánimo, ni para ceder a la tristeza, que a veces es resultado de una mala digestión. Con malestar o sin él, seguimos trabajando como podemos por lo que consideramos justo, o menos malo, con la firme convicción de que “non praevalebunt”, es decir, que las fuerzas del mal no prevalecerán.

Tenemos que combatir los males del cansancio pesimista y del malestar. Sobre todo cuando, como ocurre hoy, se extienden cada vez más. Es cierto que al leer los grandes textos llenos de profesiones de fe que nos dejaron los padres fundadores de la idea de una Europa unida, se constata que, en esta época horrible, como decía Karl Valentin, genial artista de cabaret en el que se inspiró Brecht, "antes todo era mejor, incluso el futuro".


Fuente: PressEurop

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