Cada etapa tiene su tipo ideal: un hombre (y un deseo por él) a la medida de los años que acumula nuestra experiencia. Pasa el tiempo y las cosas cambian. ¿Para bien? ¿Para mal? ¿Cómo lo llevamos? Adriana Arias reflexiona sobre las idas y vueltas y sobre el destino del bueno amor cuando la juventud es algo que le pasa a otros.
Las mujeres que hoy tenemos más de cuarenta, fuimos eligiendo diferentes modelos de varón a lo largo de nuestras vidas, según el grado de evolución que fuimos transitando.
A los 20, el hombre elegido adquiriría características de candidato según respondiera a los códigos de aceptación de la época, fuertemente ligados a la estructura familiar y social: un muchacho de buena familia, que estudiase una carrera universitaria (en lo posible tradicional), que tuviese un buen futuro y que se comportase como un hijo más.
Con él nos casaríamos de blanco, construiríamos nuestro hogar y tendríamos hijitos.
A partir de allí, y si a ambos se nos ocurría continuar creciendo como sujetos independientes --en el mejor de los casos--, comenzaríamos a construir el derrumbe de nuestro matrimonio y, por lo tanto, al tiempo nos separaríamos con el clásico argumento de que "seguimos caminos diferentes", "crecimos distinto", "armamos vidas paralelas", etcétera.
Si quedábamos más o menos bien de la cabeza después de atravesar la crisis de identidad que implica toda separación, y siempre y cuando el progenitor no nos largara duras, seguiríamos vinculándonos como socios en la crianza de nuestros hijos. Si no, nos pasaríamos la vida litigando en tribunales por los pocos o muchos pesos que habríamos generado juntos mientras duró nuestra pareja, e incluiríamos el tema hijos (tenencia, patria potestad, visitas), para pretender un sentido más honroso a tan siniestra confrontación.
Más adelante, y decididas por fin a vivir todas las asignaturas pendientes, las aventuras postergadas y las transgresiones reprimidas por habernos casado tan pendejas y no haber elegido en libertad, nos mandaríamos con cuerpo y alma hacia el encuentro de nuestro próximo varón, quien, por supuesto, sería necesariamente un reventado total.
Con él, un auténtico rebelde, transitaríamos los bordes y asumiríamos todos los riesgos. Con él, un verdadero rupturista, destruiríamos moldes y sufriríamos como yeguas, porque, como supimos desde un principio, con él no habría futuro y nosotras --no hay caso-- estamos hechas para tener un futuro.
Después de un necesario y ambivalente tiempo sin pareja en el que definiremos que la soledad es el mejor estado para una mujer (al tiempo que desesperaremos por volver a estar acompañadas con quien sea), veremos crecer a nuestros vástagos: a esa altura ya nos traerán novios, novias y sexo a nuestro hogar, y... nos encontrarán los cincuenta.
Y aquí estamos, nuevamente, reflexionando respecto a qué modelo de varón nos hace falta y con qué parámetros elegirlo.
Para aquellas que transitamos ésta "particular" etapa en nuestras vidas, vayan mis comprobados consejos:
- Se trata de un tipo con el que no tenemos que "hacer como que nos duelen los ovarios cada 28 días" para que no se entere que ya se nos retiró.
- El nos hace recordar todas las noches que tenemos que tomar la "píldora" para los calores, emulando las viejas -y abandonadas por innecesarias- anticonceptivas (bueno, ¡de última también son hormonas che!)
- Con él podemos hablar y decidir sobre el próximo implante dental al que vamos a ser sometidas, última estación de nuestro histórico deambular por los consultorios odontológicos (¿nacional o importado? ¿porcelana o acrílico?)
- Nuestro hombre nos hace la gauchada de llevarnos al laboratorio el dosaje hormonal que nos pidió el ginecólogo o buscarnos el último resultado del estudio de la osteoporosis, y se alegra genuinamente porque las cifras están dentro de los parámetros normales para nuestra edad.
- Es un tipo con el que podemos hablar de nuestras dudas respecto a hacernos una lipo, un lifting o botox, o si nos decidimos a hacer como Dianne Keaton y dejarnos las arrugas con toda la dignidad del mundo y la frente bien alta (y arrugada).
- Un compañero en nuestra búsqueda erótica que está contentísimo porque ha descubierto las bondades del tantra para este tramo de nuestras vidas (aunque sepamos que si saliera con una de 25 jamás le hablaría del tantra por miedo a ser considerado un viejo choto).
- Un hombre con el que podríamos pensar en compartir la emocionante experiencia de un nieto.
- Un señor que puede convivir con nuestros cambios de carácter sin por ello calificarnos como viejas avinagradas.
- Un tipo con el que no tengamos que hacernos pasar por acróbatas del sexo de tanto cambiar de posición en la movida sexual para ocultar la papada o para que no se nos noten los pozos en la cola y demás.
- Que le parezcamos interesantes con nuestros anteojos de leer y cancheras con los de contacto.
- Que entienda como una enriquecedora crisis existencial nuestros temores al deterioro y la vejez.
- Y que comprenda que, muchas veces, cuando le pedimos un masaje antes de dormir, sólo queremos eso (un buen masaje).
Por suerte somos unas minas re evolucionadas y amplias en todo concepto, sabemos que el amor cobra diferentes formas y que lo piola es justamente entenderlo así, como un valor que se modifica con el paso del tiempo y de la experiencia de vida, que entra por diferentes puertas y que ahí está, justamente, lo creativo del sentimiento amoroso.
Y que, de curiosas que fuimos, leímos a Fromm y hoy sabemos que el enamoramiento es cosa de adolescentes.
Quizás este sea el hombre que nos acompañe el resto de nuestras vidas, que por suerte no es nuestro primer marido que estaría puteando por no haber tenido los cojones de separarse de nosotras cuando era más joven y que ahora ya es tarde (y que ya estamos viejos) y que está obligado a aguantarnos con todos nuestros achaques, y gracias a Dios no es el otro hijo de su madre que jamás nos toleró ni siquiera apenas agotadas después de un día tremendo, que nos odió cuando tuvimos una simple gripe y jamás nos alcanzó un tecito caliente y que, de tan desalmado, nos dejaría por chotas.
Un varón para este tiempo de nuestras vidas. Un tiempo que sabe a duelos y a pérdidas, que exige valentía y talento para los nuevos desafíos. Un tiempo de renuncias y aceptaciones, un tiempo de creativa libertad.
Adriana Arias, psicóloga, psicodramatista, sexóloga y autora del libro Locas y Fuertes y Bichos y Bichas del Cortejo.
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