Que levanten la mano los que crean que, en unos dos años, habrá menos gente que suba sin pagar a los trenes en Rumanía, porque hace poco se han detenido a decenas de revisores de tren corruptos. Los que han levantado la mano, ¿también creen que los ingresos aduaneros han aumentado porque en febrero de 2011 se produjeron arrestos entre agentes aduaneros y guardas fronterizos? Pues se equivocan. Lo que sí es seguro es que hemos gastado una pequeña fortuna en investigaciones, en infiltración de policías, etc... Han tenido lugar incluso detenciones espectaculares en mitad de la noche, seguidas de liberaciones al día siguiente por los tribunales. Se han abierto infinidad de causas penales, algunas incluso han llegado al proceso judicial, cuya (in)utilidad sólo veremos en varios años. Pero en el fondo, no ha cambiado nada.
No hay duda de que los agentes aduaneros y los revisores de tren actuaban de forma indebida. Pero nuestra forma de luchar contra la corrupción sistémica es totalmente ineficaz.
La corrupción sistémica surge únicamente cuando existe una importante disparidad entre lo que el Estado pretende hacer (u ofrecer) y lo que hace realmente. Por ejemplo, el Estado pretende ofrecer una asistencia sanitaria al precio de la seguridad social, pero en realidad esta cantidad resulta insuficiente por partida doble. En primer lugar porque, si fuera cierto y todo el mundo solicitara estos servicios (análisis, intervenciones quirúrgicas), los fondos de la seguridad social no cubrirían ni siquiera un cuarto de los gastos. En segundo lugar, porque el Estado finge creer que los médicos y las enfermeras pueden hacer su trabajo por el salario que cobran, algo que es imposible. Por lo tanto, para compensar el coste de los servicios y del trabajo, los que recurren a estos servicios pagan con sobornos, además del coste del seguro. De esta forma, se equilibra la oferta y la demanda y se llega a un precio más realista. Las detenciones no cambian nada: la técnica no funcionaba ni siquiera en la época de Nicolae Ceausescu, que ordenaba la detención de varios gestores con la esperanza de aumentar la productividad, que sin embargo seguía siendo muy baja.
El problema sólo puede resolverse corrigiendo el fracaso de esta política pública sanitaria. Del mismo modo, en el ámbito del ferrocarril rumano (CFR) aumentó de forma desorbitada el número de pasajeros que subían sin pagar casi al mismo tiempo que se aplicaba el inteligente consejo del FMI de aumentar el precio de los billetes y de la no menos brillante idea autóctona de reducir un 25% el sueldo de los revisores. Ocurre lo mismo en las aduanas: en enero de 2010 se registró un récord histórico en el contrabando de tabaco, después de que el Gobierno aumentara el impuesto especial [impuesto recaudado indirectamente sobre el consumo de tabaco]. Mientras, la Comisión Europea publicó una serie de informes positivos sobre el trabajo de la DNA (Dirección Nacional Anticorrupción), pero dos tercios de los rumanos consideran que la corrupción no ha hecho sino aumentar y yo les creo.
Para tener éxito en la construcción de un Estado moderno, nuestra política pública tiene que dejar de generar un terreno fértil para esta corrupción sistémica, algo que no puede detener la política represiva (de la DNA). Esta última puede combatir con éxito la corrupción de alto nivel, que es para lo que se creó en realidad. Pero la mayor parte de nuestra corrupción, la generada por las políticas deficientes, sólo la pueden desterrar los fiscales. Y únicamente se acabará con ella eliminando los desequilibrios generados por el Estado, acabando con esas discordancias. No tiene nada que ver con la represión. Pero nunca se aplican este tipo de medidas correctivas, mientras que las detenciones, que no cambian nada, están a la orden del día. ¿Por qué?
Me temo que la respuesta es muy sencilla. Para aplicar una política de modernización, se necesitan políticos modernizadores, empezando por un jefe de Estado o de Gobierno que comprenda y quiera cambiar la situación, como Mijail Saakachvili en Georgia, un reformista del sistema. Lamento decir que en nuestro país no tenemos ninguno: ni el expresidente Emil Constantinescu, ni el actual Traian Basescu han querido cambiar el sistema. Por no hablar del presidente Ion Iliescu, que permitió deliberadamente que se impusiera este sistema, pensando que con un mayor control del Estado habría menos corrupción, cuando lo que ocurre es exactamente lo contrario.
Ante la insistencia de la Unión Europea, se crearon algunas agencias anticorrupción, en parte independientes con respecto al mundo político. De ahí surgió una anomalía: los políticos no hacen lo que deben hacer; es más, hacen lo que no debe hacerse y luchan contra las agencias anticorrupción. En cambio, las agencias anticorrupción, acostumbradas a presentar informes a Bruselas, intentan hace lo que pueden e incluso lo que no pueden, es decir, en lugar de luchar contra la corrupción, también luchan contra la malas políticas, a menos que estén ocupadas con algún ejercicio destinado a impresionar a Bruselas.
¿El objetivo de esta estrategia es que los detenidos se sustituyan por otros que hagan lo mismo, mientras el Estado se estanca en procesos que duran años? Los fiscales, mediante la represión, intentan resolver las ineficacias estructurales en las aduanas o el ferrocarril, algo que sólo podría resolver el factor político, si realmente quisiera.
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