Son alrededor de las diez de la mañana y al cabo Valenzuela le empieza a sudar la frente. Ha pasado más de una hora y cuarenta minutos desde que salieron de la base de Morón de la Frontera en el interior de un avión C-130 Hércules de las Fuerzas Armadas. Desde entonces han estado conectados a una consola de oxígeno, respirando por las mascarillas y aclimatándose para un salto de gran altura en una maniobra conocida como salto HALO. Es viernes 26 de junio de 1987 y ninguno de los cinco saltadores sabe exactamente desde qué cota van a saltar ni la hazaña que están a punto de realizar.
“Cuando nos pusimos en pie, y abrieron la puerta del Hércules”, recuerdaJuan Manuel Martínez Prieto, “lo primero que vi fue el mar, y la tierra se veía el efecto de curvatura”. “Los cuatro chorros de humo congelados que salían del avión daban una impresión brutal”, asegura Sebastián Valenzuela, “podías cortarlos con un cuchillo. Había un ruido insoportable y se veía Sevilla como una uña, eso nunca se me va a olvidar”.
A esta altura la temperatura es de 50 grados bajo cero y la densidad del aire es mucho menor. A diferencia de Felix Baumgartner, el deportista austriaco que ha batido todos los récords al saltar de 39.000 metros, el traje de estos cinco hombres del ejército no tiene ningún refuerzo especial para el frío y para respirar llevan una mascarilla tomada de los pilotos de caza. “Los monos eran de segunda mano”, reconoce Valenzuela. “Yo llevaba debajo el chándal aquel que nos daban en la mili y dos juegos de calcetines”. “No teníamos trajes para aislarnos”, asegura Martínez Prieto, “y para respirar llevábamos una botellita de oxígeno de unos 30 cm adosada al paracaídas de pecho, que no sabes si te va a aguantar”. “Si te falla la botella”, insiste Valenzuela, “estás en un problema, porque dejas de respirar”.
Un instante después, los cinco hombres se ponen las gafas y la mascarilla y se colocan para el salto. Están simulando una misión de combate y llevan la mochila y la ametralladora “zeta”, como conocen a los subfusiles Star. Han ascendido dando vueltas y se encuentran en algún punto sobre la provincia de Sevilla, a 11 kilómetros de altitud. A bordo hay un técnico de oxígeno y un médico militar que ha supervisado el estado de los saltadores para garantizar su seguridad. De los 30 hombres que acudieron a Morón como candidatos, solo ellos han superado las pruebas físicas. Los protagonistas son los cabos Sebastián Amaya Brenes y Sebastián Valenzuela Fernández, el soldado Juan Manuel Martínez Prieto, todos ellos del Escuadrón de Zapadores Paracaidistas, el teniente Fernando Goy Fernández y un suboficial de la brigada paracaidista.
A escasos segundos del salto, Martínez Prieto tiene un problema con las gafas. Uno de los corchetes se ha desenganchado y eso le impide saltar. Un compañero se acerca a él y logra colocárselo justo a tiempo. Un poco más y tendría que haberse quedado en el avión. Con la puerta del Hércules abierta, se cuela el aire helado de los 35.500 pies. Después de tanto tiempo encerrados, su única obsesión es saltar del avión.
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La caída libre de los cinco hombres dura algo más de tres minutos y bate el récord de España de altitud. Caen desde 11 kilómetros, pendientes de la presión del oxígeno y con altímetros preparados para la mitad de altura. “Al saltar yo ya no sentía frío”, recuerda el cabo Valenzuela, “solamente estaba obsesionado con la altura de mi altímetro y viendo a mis compañeros. El aparato marcaba 15.000 y pico pies y tenía que ir pendiente de las vueltas que daba la aguja. En total tenía que dar dos vueltas y media hacia atrás completas”. “A 11.000 metros todavía te sujeta un poco el aire”, asegura Martínez Prieto. “Para mí la sensación fue la de volar. Hasta me aburrí de tanto tiempo en caída libre”, bromea. “Yo no estaba acostumbrado a tanto tiempo en el aire, como máximo estabas 15-20 segundos… Casi tres minutos nunca lo había vivido”.
Saltos desde gran altura
La historia de los saltos de gran altura en España comienza a principios de los 80, cuando un grupo de la Fuerza Aérea estadounidense inicia en la base de Morón la instrucción de los españoles sobre las técnicas de salto HALO y HAHO. La primera (High Altitude-Low Opening ) consiste en lanzarse desde gran altura y avanzar en caída libre hasta el objetivo y la segunda (High Altitude-High Opening) en saltar a gran altura y abrir pronto el paracaídas para ir planeando durante una gran distancia. “Son técnicas militares para infiltrarse en una zona sin ser detectado”, explicaAntonio Teruel López, presidente de la Asociación de Veteranos Paracaidistas del Ejército del Aire y uno de los veteranos que estuvo en los primeros saltos. “Se empezó con sistemas muy precarios, lo que se tenía en aquella época, el paracaídas principal a la espalda y el de reserva en el pecho. Íbamos sin equipos de frío y cada uno con lo que podía, el pijama, el chándal o el jersey de la abuela”.
Imagen de uno de los saltos pioneros (EZAPAC)
El riesgo que tomaban estos saltadores era evidente y hubo varios episodios de hipoxia y de problemas de altura. “El que diga que no pasa miedo a lo mejor miente”, asegura Teruel, que tuvo un problema en un salto de la misma época. “Aquel día saltábamos a 24.000 pies [unos 7 km] en un salto HALO, y me quedé sin oxígeno”, recuerda. “Había una fisura en uno de los pliegues de la máscara y no estaba respirando oxígeno puro. Me empezó a doler muchísimo la cabeza y bajé prácticamente inconsciente. Me tuvieron que llevar al hospital”.
Aquel episodio le provocó una sinusitis que le impidió seguir saltando desde grandes alturas, pero no fue el único. A pesar de los exámenes médicos y la preparación (antes de saltar pasaban un tiempo en las cámaras hiperbáricas del Centro de Medicina Aeroespacial), ascender a tanta altura en tan poco tiempo provocaba problemas. “Había mareos, gente a la que había que bajar por la presión del aire, y un caso de un cabo primero al que hubo que evacuarlo en ambulancia por una burbuja de nitrógeno en la rodilla”, asegura Luis Rivas, otro de los saltadores pioneros.
Al terminar el salto del 26 de junio de 1987, no hubo grandes fanfarrias ni celebraciones por la hazaña. Era un salto casi rutinario del Ejército. “Yo no he sido consciente del salto éste hasta mucho después”, asegura Valenzuela. “Luego he pensando que si algo llega a salir mal nos habríamos quedado pajaritos”. “Con el tiempo te das cuenta del mérito de los pioneros”, afirma Martínez Prieto. “Los medios con los que contábamos eran rudimentarios y nunca se nos ha llegado a reconocer nada, pero ya lo dice el lema de nuestra unidad, que la mejor recompensa de una buena acción es haberla realizado”.
“Solo merece vivir quien por un noble ideal está dispuesto a morir”, dice el lema de los zapadores paracaidistas, pero entonces el salario no daba para vivir por nobles ideales. Martínez Prieto dejó el ejército y se dedica hoy en día a la seguridad. Cuatro días después del gran salto nació el primer hijo de Sebastián Valenzuela y tuvo que buscar otro trabajo. “Es algo de lo que me he arrepentido toda la vida”, dice, “pero con lo que ganábamos como soldado no podías mantener una casa”. Hoy día trabaja como transportista. “No sé si fuimos héroes”, reflexiona, “pero sí fuimos los primeros en hacerlo. En el ejército no se nos hizo ningún reconocimiento entonces, pero algo sí se nos tenía que haber hecho”.
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Un récord batido
El récord de los zapadores paracaidistas duró diez años, hasta la primavera de 1997 cuando el saltador del programa “Al filo de lo imposible” Laureano Casado y el cabo del Ejército del Aire José Cielo Cremades saltaron desde 12.000 metros desde un globo aerostático sobre las tierras de Socuéllamos, en Castilla-La Mancha. “Un caza Mirage F1 certificó la altura de nuestro salto”, relata Casado a lainformacion.com. “Lo hicimos con ayuda del ejército porque para subir a 12 km necesitas unos medios de los que no dispone nadie más”.
El equipo de Casado eligió la ascensión el globo porque podía ascender más alto que el avión Hércules, pero también se encontraron sus dificultades. En primer lugar, el paracaídas de José Cielo se abrió por accidente durante el ascenso, al engancharse una de las anillas. Parecía obvio que no podría saltar, pero el cabo Cielo decidió armarse de paciencia, volver a doblar el paracaídas y meterlo en la mochila. “Fue fantástico cómo fue capaz de confiar en sí mismo, quitarse los guantes a esa temperatura y superar aquel reto paso a paso”, recuerda Casado.
La siguiente dificultad fue parecida a la que tuvo Baumgartner en su salto: el empañamiento de las gafas. A 12 km de altitud la temperatura era de 57 grados bajo cero y ambos iban equipados con la ropa que se usa para subir al Everest. Para la cabeza, usaron el casco de un piloto de caza F18. “Durante los primeros dos minutos y pico de caída libre”, recuerda Casado, “las gafas se congelaban y perdíamos visibilidad, y por tanto estabilidad”. La estrategia que usaron fue parecida a la de los pilotos de Fórmula 1: llevaron varias gafas y se iban quitando una capa a medida que se empañaban.
La tercera dificultad también es parecida a la que experimentó Baumgartner: evitar la pérdida del control por la escasa densidad del aire y mínima sustentación. “Para que te hagas una idea”, relata Casado, “Cremades y yo saltábamos unidos para mantenernos estables. Ambos somos expertos en eso y fuimos incapaces de mantenernos juntos: salimos disparados uno para cada lado. Al no haber resistencia aerodinámica, cualquier movimiento genera una rotación descontrolada”.
El cabo Cielo y Laureano Casado llegaron sanos y salvos a tierra después de recorrer los 12.000 metros que marcaban el nuevo récord, imbatido hasta el momento, de salto en altitud de España. Como reconocimiento, Laureano casado fue nombrado miembro honorífico del escuadrón de paracaidistas zapadores
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