Se dice que se puede juzgar a un hombre por las compañías que frecuenta. Si es así, Alexander Lukashenko, presidente de Bielorrusia en los últimos 18 años, está transmitiendo señales preocupantes.
Describió a Bashar al-Assad, el presidente sirio cuyo régimen ha supervisado las masacres de Hula y Daraya, como "una persona maravillosa" y "un hombre absolutamente europeo y civilizado". También nombró al coronel Gadafi y a Sadam Hussein.
Sentado entre la falsa grandiosidad de sus oficinas en Minsk, recordó las agradables conversaciones que mantuvo con el autócrata libio. "Le dije: 'Muamar, ¡tienes que arreglar las cosas con Europa!' Y luego me contaba sobre su relación con Sarkozy" y con más misterio de cómo Occidente acudió a su antiguo confidente sobre Irak.
"Los enviados estadounidenses vinieron a verme antes de la crisis en Irak y me pidieron que dijera que había armas nucleares en ese país. Yo me negué. Incluso me dijeron que sería beneficioso para Bielorrusia en términos de inversiones, etc. Que lo único que tenía que hacer era apoyarles. Les dije que no podía hacerlo, porque sabía que allí no había armas nucleares”.
"Su respuesta fue: 'Le creemos, pero el motor de la máquina de guerra ya se ha puesto en marcha y va demasiado rápido'. Le juro que esta conversación se produjo y que un hombre vino a verme y estuvimos hablando de esta cuestión en esta misma sala".Y tras esto, se reclinó hacia atrás y me miró fijamente. Un fuego de imitación parpadeaba en la chimenea, con la leña de plástico proyectando un brillo febril en la parte izquierda de su rostro.
"Es un doble rasero", insistía con algo de justificación. "Los estadounidenses quieren que seamos democráticos. ¡Que se vayan a Arabia Saudí y la hagan democrática! ¿Nos parecemos en algo a Arabia Saudí? ¡No tenemos nada que ver! ¿Por qué no los hacen a ellos democráticos? Porque es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta".
"Son ustedes unos canallas. Canallas democráticos. Han destruido a miles, quizás a millones de personas [en Irak y Afganistán]". Y exclamó: "Tengo que soportar la presión de la democracia porque Occidente me amenaza con una porra en la cabeza, todos los días. ¿Quién necesita ese tipo de democracia?".
El autoritarismo aún prevalece en los antiguos Estados soviéticos. Desde que fue elegido en julio de 1994, se consolidó en el poder despiadadamente, aunque con habilidad política, tomando posesión del Parlamento y del poder judicial, así como coartando a los medios de comunicación.
A finales de 2010 hubo un rayo de esperanza cuando, antes de las elecciones presidenciales de diciembre, se flexibilizaron las restricciones y se permitió que se presentara una oposición sin precedentes de nueve candidatos. Pero la esperanza acabó el día de las elecciones. A medida que los manifestantes se congregaban para protestar contra la victoria de Lukashenko, una victoria que los observadores internacionales calificaron de fraude, hicieron que intervinieran los servicios de seguridad.
Lukashenko no se arrepiente de nada. "A diferencia de Reino Unido, o Francia, o Estados Unidos, nunca hemos usado cañones de agua para dispersar las protestas masivas. Incluso cuando atacaron la Casa del Gobierno y tiraron la puerta, rompieron las ventanas e intentaron ocuparla, no utilizamos cañones de agua ni gas lacrimógeno. Hicimos que interviniera la policía y las fuerzas especiales. Entonces los curiosos se marcharon y los que quedaron fueron los activistas: fueron detenidas 400 personas, las que rompieron las puertas".
Amnistía Internacional destaca en su último informe anual recientes alegaciones de tortura y maltrato en Bielorrusia, así como que cientos de personas fueron detenidas por participar en "protestas silenciosas", en las que expresaban su oposición reuniéndose en lugares públicos y luego aplaudiendo o haciendo sonar las alarmas de sus teléfonos móviles. Human Rights Watch advierte de que ahora se está expulsando a los estudiantes de la universidad por criticar al régimen de Lukashenko. A los funcionarios se les despide por cometer el mismo delito.
Tradicionalmente, a Bielorrusia le ha ido bien bajo su mandato. Ha figurado sistemáticamente en la lista de los antiguos Estados soviéticos con mejor rendimiento económico según el Índice de desarrollo humano de las Naciones Unidas, y en 2005 el FMI confirmó que en los siete años anteriores su Gobierno había reducido a la mitad el número de personas en situación de pobreza y que había mantenido la distribución más justa de ingresos de todos los países de la región. La sanidad era gratis y la educación universal.
Todo esto se logró al estilo soviético, manteniendo en manos del Estado el 80 por ciento de la industria y el 75 por ciento de los bancos. También se consiguió, al estilo soviético, a costa de las libertades básicas. Llegar a Minsk es como adentrarse en un mundo que, al menos en el resto de la antigua Unión Soviética, desapareció hace dos décadas.
Cuando la URSS se desplomó yo era un niño, pero aún recuerdo, sobre todo en comparación con lo que sucedió después, lo limpias que estaban las calles y los pocos coches que había en las carreteras. Minsk aún sigue estando así: vacío y como los chorros del oro. Los ecos que resuenan sólo se intensifican con su apariencia. En la ciudad, reconstruida casi en su totalidad por la mano de obra de los prisioneros de guerra alemanes tras la Segunda Guerra Mundial, hay filas de elegantes bloques de apartamentos de la era de Stalin y bulevares amplios y barridos por el viento. Es como la imagen de una de las fotos de los álbumes antiguos de mis padres.
Sin embargo, el parecido no es sólo estético. También se encuentra en la emanación política del lugar: los agentes de seguridad vestidos de paisanos que se ven vigilando en el aeropuerto, en lugares públicos e incluso en algunos bares; el lugar central que ocupan los servicios de inteligencia (que en Bielorrusia aún se llama KGB) con su cuartel general neoclásico en el centro de la capital; y la estatua de Lenin situada en un lugar destacado.
La crisis económica global ha afectado de lleno al país y ha puesto en peligro el "milagro bielorruso" del que ha presumido Lukashenko durante tanto tiempo. Este contrato social, es decir, que ofrecería uno de los mejores niveles de sanidad, educación y seguridad de la región a cambio de ceder algunos derechos políticos, es lo que ha constituido durante mucho tiempo el fundamento para justificar su modo de gobernar. Ahora, la moneda se ha devaluado tres veces y la inflación ha aumentado en gran medida. Las subvenciones de gas de Moscú, un aspecto crucial para mantener a flote la economía del país, corrieron peligro cuando Rusia subió los precios de repente. Como consecuencia de ello, Lukashenko tuvo que aprobar la venta a Gazprom de la operadora de gasoductos Beltransgaz, una de las joyas de la corona del Estado bielorruso, para garantizar más descuentos.
El descontento producido por estas épocas duras es lo que ha generado el aumento de la represión. El recurso de la oposición a las protestas en silencio fue una reacción a la velocidad con la que las autoridades habían empezado a tomar duras medidas contra cualquier protesta en la que se corearan eslóganes. Aunque esto no les proporcionó ninguna protección. En YouTube se pueden ver vídeos de cómo la policía dispersa estas protestas. No son nada agradables de ver.
"¡Así que Lukashenko es un mal tipo!", replicó Lukashenko cuando le pregunté por ese comportamiento. "Salga a la calle y mire a su alrededor: todo está limpio, en orden, con la gente caminando. A ver si ahora el dictador no va a tener nada que ver con ello".
¿Y no se ha cometido errores? ¿No habría hecho algo de forma distinta durante sus casi dos décadas en el poder? "No ha habido errores sistemáticos", me respondió, "porque yo no los recuerdo".
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